Internet y la agonía de Gutenberg
Desde hace varios meses había querido comprar un Reader con el afán de bajar algunos libros digitales de mi interés de la Internet, y leerlos de forma electrónica. Cuando mi hermana Ligia me regaló hace unos meses una Palm, me resolvió ese problema (aunque me vine enterando más tarde) y ahora casi acabo de terminar de leer mi primer libro por esa vía.
Puedo decir con toda propiedad ahora, que nada puede sustituir el sentimiento de intimidad que te da un libro. Y es que a mi -más allá de que me guste leerlos- los libros me gustan como objetos per se. Trabajando también para una editorial, he llegado a apreciar un libro por lo que cuesta llegar hasta su impresión. El tiempo que uno dedica en revisar, leer, corregir, maquillar, etc. le da al libro un valor infinitamente mayor a su costo monetario. Sentir el olor a la tinta y ver como la ha absorbido el papel, revisar la portada, tenerlo en la mano conociendo lo difícil que es llegar a ver el producto final, hacen que leer un libro en forma digital se vuelva frío y sin sentimientos impresos.
Es por eso que cuando encontré el artículo que da nombre a este post en el periódico del sábado, inmediatamente lo leí y lo quise compartir porque me parece además de interesante, realista y triste. Lo transcribo tal cual...
Hace más de 500 años, un artesano alemán llamado Juan Gutenberg, piadoso hasta el misticismo y poco hábil como negociante, le dio un golpe fortísimo a la Iglesia cuando editó la Biblia en la primera imprenta de tipos móviles utilizada en el occidente cristiano. Sin proponérselo, Gutenberg destruyó la vasta industria de los monjes copistas –miles de escribanos esparcidos por todos los conventos–, mientras, además, privaba a la institución de las generosas donaciones que hacían los fieles para ganar indulgencias y ascender al cielo en mejores condiciones mediante el sencillo expediente de pagar por copias de ciertos libros religiosos.
La Iglesia intentó defender sus intereses. Algunos predicadores llegaron a calificar la imprenta como pecado e intentaron prohibirla. Otros esgrimieron como argumento contra el malévolo invento el triste destino que les esperaba a los monjes copistas, santos varones (era un oficio de hombres) condenados a la insignificancia y la inutilidad. Dios no podía estar de acuerdo con tamaña injusticia.
Pero Dios, en esa oportunidad, pudo menos que la productividad y el mercado. En una jornada de diez horas, con buena luz, un copista, que debía afilar constantemente la pluma de ave, solía escribir tres páginas, mientras un impresor, tras levantar los tipos y armar la caja, producía 150. No era posible combatir ese nivel de eficiencia con argumentos morales. Los copistas, pues, perdieron la batalla y desaparecieron rápidamente. Aumentaron, sin embargo, los artistas que iluminaban las páginas con colores y dibujos, los encuadernadores y los talladores de tipos móviles. La Iglesia, resignada, buscó otras formas de vender indulgencias y de nutrir sus cofres.
La historia viene a cuento de Internet. Ya casi nadie tiene duda: comenzó el final del papel impreso. Dentro de unos años, los museos exhibirán los últimos ejemplares de las grandes revistas y de los diarios famosos, como hoy exhiben los libros incunables, los manuscritos medievales o los rollos del Mar Muerto. Internet, combinada con la edición electrónica, está liquidando rápida e implacablemente toda la industria editorial y ese fenómeno es imparable.
Pero Internet no solo va a terminar con la prensa de papel, incluidos casi todos los libros. De la misma manera que puso de cabeza la industria musical y hundió a cientos de estudios de producción y editores de CD, también hará desaparecer la radio y la televisión convencionales, que acabarán totalmente asentadas en la red, cambiará (ya lo hace) radicalmente la venta minorista (la mayor parte de las compras se harán por Internet) y, combinada con el teléfono, le dará un giro total a la forma en que se comunican las personas. La educación, por ejemplo, será otra cosa muy diferente en apenas una década. No tiene demasiado sentido transportar a millones de niños o universitarios diariamente para congregarlos en aulas cuando pueden juntarse e interactuar en una pantalla.
¿Desaparecerán los periodistas y los periódicos de la misma manera que desaparecieron los copistas y sus obras? Sí, pero serán sustituidos por una masa imponente de comunicadores que irán surgiendo espontánea e incontrolablemente en una Internet que irá fragmentando la información hasta el punto en que será muy difícil establecer voces dominantes. En el mundo periodístico que se avecina no existirán gurús como “The New York Times”, la AP, CNN, Fox o cualquiera de las grandes cadenas. Surgirán, en cambio, comunicadores solitarios que despertarán la curiosidad de los lectores o de los espectadores, puesto que es posible, como sugiere el éxito de You Tube, que los mensajes orales y con imagen acaparen el interés de unas personas que irán reduciendo su aprecio y su capacidad de atención por la palabra escrita.
¿Qué le resultará atractivo al consumidor de información en la era de Internet? Lo de siempre, lo que despierta su curiosidad desde hace miles de años: noticias sobre los peligros que se ciernen sobre ellos, sobre las oportunidades de mejorar su calidad de vida, sobre violaciones de las normas y, como forma especial de diversión e inspiración, variaciones sobre personas que triunfan ante la adversidad.
Sobre esos cuatro ejes, seguramente necesarios para la supervivencia, los seres humanos organizan la información que dan y la que reciben. Así sucede en París y Nueva York, en una aldea de Senegal o en la selva peruana. Así era cuando Gutenberg convirtió en una máquina de imprimir lo que era una prensa para aplastar uvas, y así ha sido desde que al Departamento de Defensa de Estados Unidos se le ocurrió crear una manera de comunicarse que no pudiera ser destruida por un ataque nuclear. Eso es lo único que nunca va a cambiar.
Puedo decir con toda propiedad ahora, que nada puede sustituir el sentimiento de intimidad que te da un libro. Y es que a mi -más allá de que me guste leerlos- los libros me gustan como objetos per se. Trabajando también para una editorial, he llegado a apreciar un libro por lo que cuesta llegar hasta su impresión. El tiempo que uno dedica en revisar, leer, corregir, maquillar, etc. le da al libro un valor infinitamente mayor a su costo monetario. Sentir el olor a la tinta y ver como la ha absorbido el papel, revisar la portada, tenerlo en la mano conociendo lo difícil que es llegar a ver el producto final, hacen que leer un libro en forma digital se vuelva frío y sin sentimientos impresos.
Es por eso que cuando encontré el artículo que da nombre a este post en el periódico del sábado, inmediatamente lo leí y lo quise compartir porque me parece además de interesante, realista y triste. Lo transcribo tal cual...
Internet y la agonía de Gutenberg
Por Carlos Alberto Montaner
Hace más de 500 años, un artesano alemán llamado Juan Gutenberg, piadoso hasta el misticismo y poco hábil como negociante, le dio un golpe fortísimo a la Iglesia cuando editó la Biblia en la primera imprenta de tipos móviles utilizada en el occidente cristiano. Sin proponérselo, Gutenberg destruyó la vasta industria de los monjes copistas –miles de escribanos esparcidos por todos los conventos–, mientras, además, privaba a la institución de las generosas donaciones que hacían los fieles para ganar indulgencias y ascender al cielo en mejores condiciones mediante el sencillo expediente de pagar por copias de ciertos libros religiosos.
La Iglesia intentó defender sus intereses. Algunos predicadores llegaron a calificar la imprenta como pecado e intentaron prohibirla. Otros esgrimieron como argumento contra el malévolo invento el triste destino que les esperaba a los monjes copistas, santos varones (era un oficio de hombres) condenados a la insignificancia y la inutilidad. Dios no podía estar de acuerdo con tamaña injusticia.
Pero Dios, en esa oportunidad, pudo menos que la productividad y el mercado. En una jornada de diez horas, con buena luz, un copista, que debía afilar constantemente la pluma de ave, solía escribir tres páginas, mientras un impresor, tras levantar los tipos y armar la caja, producía 150. No era posible combatir ese nivel de eficiencia con argumentos morales. Los copistas, pues, perdieron la batalla y desaparecieron rápidamente. Aumentaron, sin embargo, los artistas que iluminaban las páginas con colores y dibujos, los encuadernadores y los talladores de tipos móviles. La Iglesia, resignada, buscó otras formas de vender indulgencias y de nutrir sus cofres.
La historia viene a cuento de Internet. Ya casi nadie tiene duda: comenzó el final del papel impreso. Dentro de unos años, los museos exhibirán los últimos ejemplares de las grandes revistas y de los diarios famosos, como hoy exhiben los libros incunables, los manuscritos medievales o los rollos del Mar Muerto. Internet, combinada con la edición electrónica, está liquidando rápida e implacablemente toda la industria editorial y ese fenómeno es imparable.
Pero Internet no solo va a terminar con la prensa de papel, incluidos casi todos los libros. De la misma manera que puso de cabeza la industria musical y hundió a cientos de estudios de producción y editores de CD, también hará desaparecer la radio y la televisión convencionales, que acabarán totalmente asentadas en la red, cambiará (ya lo hace) radicalmente la venta minorista (la mayor parte de las compras se harán por Internet) y, combinada con el teléfono, le dará un giro total a la forma en que se comunican las personas. La educación, por ejemplo, será otra cosa muy diferente en apenas una década. No tiene demasiado sentido transportar a millones de niños o universitarios diariamente para congregarlos en aulas cuando pueden juntarse e interactuar en una pantalla.
¿Desaparecerán los periodistas y los periódicos de la misma manera que desaparecieron los copistas y sus obras? Sí, pero serán sustituidos por una masa imponente de comunicadores que irán surgiendo espontánea e incontrolablemente en una Internet que irá fragmentando la información hasta el punto en que será muy difícil establecer voces dominantes. En el mundo periodístico que se avecina no existirán gurús como “The New York Times”, la AP, CNN, Fox o cualquiera de las grandes cadenas. Surgirán, en cambio, comunicadores solitarios que despertarán la curiosidad de los lectores o de los espectadores, puesto que es posible, como sugiere el éxito de You Tube, que los mensajes orales y con imagen acaparen el interés de unas personas que irán reduciendo su aprecio y su capacidad de atención por la palabra escrita.
¿Qué le resultará atractivo al consumidor de información en la era de Internet? Lo de siempre, lo que despierta su curiosidad desde hace miles de años: noticias sobre los peligros que se ciernen sobre ellos, sobre las oportunidades de mejorar su calidad de vida, sobre violaciones de las normas y, como forma especial de diversión e inspiración, variaciones sobre personas que triunfan ante la adversidad.
Sobre esos cuatro ejes, seguramente necesarios para la supervivencia, los seres humanos organizan la información que dan y la que reciben. Así sucede en París y Nueva York, en una aldea de Senegal o en la selva peruana. Así era cuando Gutenberg convirtió en una máquina de imprimir lo que era una prensa para aplastar uvas, y así ha sido desde que al Departamento de Defensa de Estados Unidos se le ocurrió crear una manera de comunicarse que no pudiera ser destruida por un ataque nuclear. Eso es lo único que nunca va a cambiar.
Comentarios