Las estrellas miran





Una noche mi padre me llevó a ver las estrellas. Era una noche sin nubes. Fue durante uno de los apagones. Nos subimos al techo de la casa y ahí nos acostamos uno al lado del otro para contemplar el cielo. Mientras él me hacía notar que las luces artificiales impiden que observemos bien las estrellas, me señalaba el firmamento y rememoraba su niñez en el campo. Es de los recuerdos más vívidos que tengo de esos días. Y ahora, cuando lo escucho contar sus anécdotas también rememoro mi niñez a su lado, ahí en el techo helado que sentíamos a través de la ropa. Él siempre ha sido un excelente contador de historias y siempre me hace reír con la pimienta que le pone al contarlas. 

Pertenezco a una generación de hombres y de mujeres que vivió en un país en guerra.  Una guerra que no me tocó la piel, pero me llenó la ropa y el pelo con el tufo del humo. Que me llegó como una brisa caliente de un sol cercano pero oculto, como las cenizas de la zafra que el viento lleva hasta el patio de las casas. Como esa pátina de polvo de un piso encerado que se siente en la suela de los zapatos.

No me quemé ni tengo secuelas evidentes, pero las personas de mi generación tenemos una programación distinta, particular. Apreciamos el arte de conversar, pero somos un tanto introvertidos. Tenemos en una alta estima a la familia, pero no queremos tener muchos hijos. Nos conmueven e indignan los actos de injusticia, pero no cambiamos las cosas. Preferimos ser espectadores, dar limosna, ser turistas, visitantes, el vecino de alguien a quien podamos curiosear desde la sombra.  Siempre inmóviles. 

Cada uno de nosotros tiene sus propias historias del período belicoso. Algunos tenemos algún pariente que se enlistó en algún bando, o en los dos. La mayoría de esas anécdotas tienen alguna pérdida o un final desolador. Pero también las hay jocosas y conmovedoras.

A mí la guerra me acercó mucho más a mi padre. No es que en esa época estuviera lejos ¡claro que no! Pero al ser miembro de una familia numerosa, la atención es casi siempre compartida y el tiempo a solas con él se vuelve un tesoro muy valioso.

Así que en la época de los largos apagones y del toque de queda, no quedaba más que reunirse, conversar y contar historias. La vida no era frente a una pantalla. A ninguna pantalla. De hecho, el recuerdo de mi padre representando algún cuento de Salarrué es uno de los mejores. Por aquella época, vivíamos en una zona urbana en un municipio cercano a la capital. La casa era pequeña, pero conseguimos acomodarnos bastante bien. Las noticias nos llegaban a tiempo, pero mi padre se las arregló para no contaminarnos con eso. Él es un convencido de que los niños deben ser personas felices y que sus preocupaciones sean solo las propias de la infancia.

Me gusta sentir que aunque crecí durante ese período convulso, no tengo el corazón contaminado con el rencor que pude haber tenido, si mi padre no me hubiera cambiado las noticias horribles de aquellos años, por el espectáculo de un cielo estrellado y claro.

Sigo teniendo las mismas características de la gente de mi generación. Me reconozco como alguien inmóvil y más feliz en las sombras que en algún activismo declarado. Pero tengo la firme convicción de que en mi historia particular y en la de mis hermanos, la guerra no tiene un lugar protagónico. Que nuestra niñez la recordamos como la más feliz y la más cercana a nuestro padre. De la mano de ese hombre que todavía me sostiene.

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